Las viejas a un costado. Sus ojos color mierda nos miraban, no como tus ojos de color chocolate. Las miradas que se dirigían a nosotros tenían un hedor insuperable por dentro, tanto que cuando lloraban a oscuras por envidia, las moscas se alborotaban y hacían fiestas sobre esas gotas. Nos miraban con odio. En la penumbra se les veía brillar los plásticos de sus binchas y algún arreglo dental.
Nuestro universo era nuestro y lo sigue siendo ahora porque lo tengo y lo siento, con la inmensidad de sus horizontes que veo y que viste por acá, y que sé andas viendo de otro lado.
Cuando desperté estaba solo en un cuarto. Mi gato amarillo había estado por acá para recordarme que tan solo no estaba. Desayuné sin hablar y odié no tener a nadie cerca cuando tomaba un café. Los huesos me pesaron cuando untaba con mantequilla el pan y aunque siempre he buscado la soledad, esta mañana no la soporté. No se trataba de la soledad que conduce a un entendimiento espiritual, al esclarecimiento, a aclararme. Esa soledad se trataba de algo que empalidecía. Se trataba de una serpiente que me comía las tripas, desgarrándolas pacientemente.
Al ducharme las cosas cambiaron. Al salir a la calle y tomar un carro con rumbo al centro de Lima, recordaba aquella sensación, pero era opacada por el sueño que tuve, además de pensar en el momento del reencuentro, que aunque por nuestras edades –y lo anticuados que nos ha hecho el tiempo-, no jugaríamos en la calle. De lo que sí estoy seguro es que reiremos con respetable exceso.