viernes, 21 de septiembre de 2007

Esguince


Esguince

Miraba el esguince que había pintado un hematoma algo extraño –nunca tuve algo similar en mi cuerpo- y mis ojos volaban sobre mi pie, cual par de cóndores que miran alguna presa, pero sólo eran las ganas de mirar y cuestionarme ese dolor, esa torcedura que no me permitía caminar bien.

Sin embargo, salía por las noches y con un par de copas ya no sentía el dolor. Aunque al día siguiente volvería el dolor con una cuota mayor de intensidad, yo seguía buscando con quien conversar y a la vez ocultar lo debido: aquel saco medio percudido donde se guardan los viejos temores, sonrisas y ardores de las horas que no sé cuántas habré almacenado hasta estos momentos.

Un miércoles por la noche con tragos es como un recreo en medio de la semana. Un viejo amigo con su guitarra espera ser acompañado por una armónica que descompone aquel ritmo, que hasta los gatos saben que la madrugada es para andar por ahí pero no exactamente para escuchar malos músicos.

Ventiladores no gracias. Suficiente frío para una noche de otoño donde los buses pasan escasamente en una avenida desértica con un pampón donde tranquilamente podrían cometerse una serie de delitos.

Charlas de rock and roll, celos de algunos universitarios por sus grupos favoritos, barrigas llenas con una buena comida y agujeros en el corazón como un panal donde ingresan dolores zancudos para servirse de sangre tibia e hincharse hasta quedar imposibilitados de volar.

El dolor es un estado hermosamente catastrófico donde los ángeles del tiempo vomitan y se retuercen en los rincones del sol, donde la luz es tan grande que los ojos llegan a cerrarse ante tanta inmensidad.

La noche tiene más de boleros, de rock and roll, del folclor de diferentes partes, del folclor propio, del folclor de cada momento en el que cada uno pasa, el silbido o la manera de caminar sin impostación alguna.

Con un cigarrillo, que servía de trampolín en mi boca para mi salud que se lanza al vacío en cada pitada, me interrogo las diferentes maneras en que las personas prefieren vivir haciéndose un gozoso daño.

Cómo pasar por encima de la resaca, de aquel malestar infernal que se forma dentro del cuerpo y pareciera que todo el mundo estuviera a punto de estrellarse contra algún planeta inexistente. Cómo aprender a volar sin saber ponerse en pie.

Cómo dejar de largo las madrugadas, cómo pasar de largo el sueño, cómo no dormir cuando realmente es un antojo, cómo no obedecer un antojo, cómo vivir de madrugadas y anhelar de día, cómo aprender a descomponer el sufrimiento y comerlo cual mandarina, poco a poco.

Bares, salas de casas, veredas, bancas de parques, en cualquier lugar se puede esculpir monumentos del vapor que se escapa de los cuerpos, todas las hojas no son escritas, no todos los gusanos logran comer de la manzana pero las manzanas tarde o temprano se pudren.

Las colecciones de discos o de llagas o de cicatrices se depositan en un álbum de fotos donde pesadamente se puede pasar página por página, sintiendo aquel vetusto olor. El cementerio es digno de persignarse, no siempre se camina por donde uno quiere, no siempre se quiere lo debido, a veces sesenta kilos de huesos se pueden ahogar en un vaso con agua.

La poesía, la música, los aromas, el mar, el cielo con o sin estrellas, los vidrios hechos añicos que centellan en el piso en aquellas tristes noches que se regresa solo a casa, las canciones que ya todos escribieron, las novelas que arrancaron lágrimas desde las arterias, los goles mundialistas o de las pistas en el barrio son algunas motivaciones casi inverosímiles para que todavía se quiera aprender a volar aunque un ser está desposeído de alas.

La ciudad donde se aprende a crecer bien o mal, las ciudades y pueblos donde tocamos cuerpos o intercambiamos corazones o simplemente los regalamos, el muelle que es remojado por el canto del viento en algún sur cuando ya no existen puntos cardinales, la sierra que a dos gradas del cielo te arrebata el aire y te quita esa falsa idea de inmortalidad.

Cosa rara sí son las despedidas y las esperas con esa desubicada sensación en la barriga, cuando miras a un lado y estás nuevamente solo o atemorizado por no decidir ser aquel espécimen que serviría como muestra y germen para navegar en algún arca en un planeta de lluvias caprichosas.

Cosa rara también son los casos cuando las palabras se desvanecen y queda una lengua seca, sin todo que decir, sin las plumas o los dedos necesarios para tratar de coger alguna buena estrella y guardarla debajo de alguna almohada y dejar que crezca ahí debajo.

2 comentarios:

cuentistera dijo...

lluvia de ideas...

lluvia


como sentarse a leerte después de almorzar...=)

Anónimo dijo...

La poesía, la música, los aromas, el mar, el cielo con o sin estrellas, los vidrios hechos añicos que centellan en el piso en aquellas tristes noches que se regresa solo a casa, las canciones que ya todos escribieron, las novelas que arrancaron lágrimas desde las arterias, los goles mundialistas o de las pistas en el barrio son algunas motivaciones casi inverosímiles para que todavía se quiera aprender a volar aunque un ser está desposeído de alas !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!